Ocho vidas al día no son suficientes. Todavía queda una por atender pero en el calendario de las excusas siempre hay espacio para la posposición. "No hay problema", dijo esa voz melancólica que usualmente es la que le habla antes de poder conciliar el sueño. Era evidente que la cita tenía que suceder, sin embargo la diferencia es que esta vez la impaciencia se hizo sentir y de seguro se lo iba a recordar de la manera más tajante. La ciudad se le antojaba a pesar de esos dieciséis ojos que echaron a perder el pronóstico de un día totalmente soleado. "¿Qué más da, no? A las seis de la tarde no vale la pena darle la bienvenida al sol" se dijo a si misma. Amparo Expósito era de esas personas que hacían de la evasiva un arte: el planteamiento era evidente pero abierto a la subjetividad de todo aquel que emitía su opinión sin tener realmente idea de cuál fue el génesis. Y así, encarcelada entre las fronteras que solo aparecen en la clase de geografía, convirtió ese lugar de medio millón de personas en el refugio ideal.
Para ella era orgásmico desafiar los controles sociales y era todo un reto evitar convertirse en ese dígito que ofreciera un panorama de perfección. Autodidacta, era su propio empleador, no votaba ni conducía y disfrutaba de darle cariño a su huerto casero. Aun así, los rayos del sol eran dedicados a las historias que luego armaba bajo los baños de luna. Para la tarde de hoy tenía una cita con el banquillo de la plaza en el centro del pueblo. El banquillo del centro comercial era su predilecto pero ya había visto demasiado: en síntesis, la gente iba en masa a encontrarse con una falsa necesidad. Ver ese lugar tan lleno confirmaba su sospecha sobre la desdicha con la que se encontraba la gente al llegar a sus casas, que no eran más que paredes y pisos repletos de futuro que no merecían llamarse hogar. A esta hora sería común encontrar a la dama que repudia el chisme sintonizar ese canal donde hablan de todos con la misma sensibilidad con la que un médico te dice que a tu madre le quedan cuarenta y ocho horas de vida. Quizás a esa hora estaría el caballero que aspira a un mundo mejor viendo un noticiero que le muestra una realidad cruda de su país y al cual le parecen despreciables sus compatriotas: eso, sin internalizar que su aversión cancela sus buenas intenciones, porque de concretarse harían de ese caballero el futuro dictador del terruño.
Amparo estaba consciente de todo esto y cada vez que pasaba un auto o una persona cerca de ella en la plaza reafirmaba su pensar, y a la misma vez se enamoraba de la idiosincracia. De alguna manera extraña el desbalance de las personas la energizaba y llegaba un momento en el que ni siquiera era necesario intercambiar palabras, y la compañía -a dos o a más- junto con el silencio le regalaban una complacencia inexplicable. La gente solía confundir su silencio con timidez y usaba innecesariamente las palabras como cincel, lo cual no le irritaba pero sí le frustraba. "¿Cómo se alcanza la honestidad si la gente tiene miedo de compartir con ellos mismos?" es la pregunta que siempre se hacía. Pero siendo esa mujer que se le hacía más fácil escupir que tragar no se aventuraba a seguir leyendo el listado de preguntas que seguían porque de lo contrario significaba extraviar las llaves del control. La última vez que las perdió fue hace veinte años y todavía podía verse al terminar de cepillar sus dientes. Las once de la noche no era una hora idónea para andar en la calle pero el tiempo vuela cuando la oscuridad despeja los alrededores y hoy la racha de la ducha se terminaría.
Hoy tocaba la tina, y prepararía un té mientras se llenaba. Saboreó cada sorbo mientras miraba esa pared donde escribió 'evolución' de mil maneras distintas. Se acercó a la puerta del baño y vio que ya estaba todo listo: un buen incienso, aparte de una bombilla tenue tenía iluminación provista por velas, el mejor vino de la cava y la tina estaba con el agua tibia, como siempre le gustó. Pero desafortunadamente dio con el reflejo que hace dos décadas evitaba y estalló en llanto. Allí vió el noviazgo que evitó, la vejez a la que le huyó y el listado de preguntas sin ninguna letra minúscula. Entendió que la soledad le concedió el divorcio y se enamoró de ese mar que creó: tan confinado como esos días que, de haber sido dólares, serían esa mala inversión que nadie quiere asumir. Y sumergió sus latidos para escuchar el silencio, y se amparó en el hábitat foráneo... y dejó expósito su cuerpo desnudo en el altar de la inconformidad.
Más tarde que temprano, pero Amparo terminó convirtiendose en ese dígito que siempre pareció esquivar...